
Y también llamaba poderosamente nuestra atención la balanza de Sebastián. Una balanza romana, aunque entonces no sabíamos que era romana, pero sí que era antigua, una balanza de las de verdad, no como las de ahora, con sus pesas y su color ocre como oxidado por el tiempo y el por uso, y ese ruido tan característico que hacía cuando Sebastián ponía la fruta en el plato y luego lo colgaba del gancho de la balanza, y corría hacia abajo, y entonces la aguja marcaba el peso, y así Sebastián sabía lo que le tenía que cobrar a mi abuela, y nosotros no entendíamos como podía saberlo, y pensábamos que se lo inventaba o que ya lo sabía de memoria, y que lo de la balanza no era más que una especie de juego o un ritual para darle interés al asunto, pero a nosotros nos fascinaba aquella balanza.Y cuando Sebastián terminaba de vender la fruta a la abuela y a las demás señoras que salían a comprar, continuaba su camino tirando del carro, paso a paso, bajo un sol abrasador que en aquellos días de julio y agosto, en plena canícula, derretía el asfalto, y más a aquellas horas de la tarde. Aunque en la colonia aún no había asfalto. Eso llegó –por desgracia llegó- algunos años más tarde. Las calles entonces eran de tierra, y por ellas corríamos con las bicis emulando a Pancho, a Javi, a Quique, a Tito y a Piraña, a Bea y a Desi, en busca de Julia y Chanquete, jugando a “Verano Azul”, que era lo que ponían en la tele en verano después de comer, en lugar de las películas del oeste y de Tarzán, que las dejaban para el invierno. Y nos caíamos, y nos hacíamos unas heridas tremendas, pero tras unos sollozos, un poco de mercromina y un “los hombres no lloran” volvíamos de nuevo a la calle a perseguirnos unos a otros a la velocidad del rayo. Pero eso era más tarde, después de la siesta, siesta obligada que nunca dormíamos, provocando las iras de nuestros mayores que no veían la manera de librarse de nosotros en aquellas tórridas horas de la sobremesa veraniega.Y Sebastián seguía su camino por las calles de Villalba hasta llegar a la estación, que una vez le vi por allí, y me quedé sorprendidísimo, porque la estación estaba muy lejos de casa y yo no comprendía como podía llegar hasta allí andando y tirando de la mula y del carro de la fruta. Y es que todavía en Villalba se podía ir por sus calles tirando de una mula y de un carro, porque ahora sería algo impensable. Cómo ha cambiado aquel pueblo, tan agradable entonces, tan habitable, tan paseable, tan… ¡pueblo!, y qué hostil ahora, tan lleno de coches, tan embotellado, tan contaminado, tan invadido de asfalto por todos sus rincones, sin un solo espacio donde caerse con la bici y volverse a levantar casi como si nada.
Aunque no creo que Sebastián viviera esos cambios tan drásticos de nuestro tan querido Villalba. Ya un verano apareció sin carro y sin mula, y los había sustituido por una furgoneta. ¡Qué desilusión! Ya solo quedaba la balanza, pero sin Cayetana nada era lo mismo. La balanza no tenía ningún atractivo por sí misma. La verdadera atracción de aquellas tardes de verano era Cayetana, y cuando ella dejó de traer la fruta, fue como si algo muriera dentro de mí. Ya no volví a salir con mi abuela a comprar la fruta, salvo alguna vez para ayudarle a llevar las bolsas. Y ya no oí más el melodioso grito de Sebastián -¡¡Fruterooo!!- , que fue sustituido por el chirriante y estridente sonido de la bocina de la furgoneta. Desde ese verano todo empezó a cambiar. Había llegado el progreso, con su látigo implacable, a destruir nuestros sueños de niños. Poco a poco Villalba fue cambiando hasta dejar de ser lo que fue. Y aunque no hubiera cambiado, Villalba, sin el frutero Sebastián y su mula Cayetana, ya nunca hubiera sido lo mismo.Pese a todo, aquel grito -¡¡Fruterooo!!- permanecerá siempre en mi memoria, ajeno al inexorable avance del progreso.
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