
"El carlismo tiene hoy muy mala imagen — y muy mala prensa: un tradicionalismo atávico fundado en un patriotismo local medieval y en un integrismo católico y, por tanto, una oposición furibunda a todo atisbo de modernidad liberal en España. Asociado a este esquema, no pocos piensan que el nacionalismo vasco, incluyendo su facción terrorista, no sería sino una variedad evolutiva del carlismo, una de cuyas consecuencias sería el proyecto anexionista de Navarra que ahora mismo estamos padeciendo. Puede, sin embargo, que este análisis sea demasiado superficial y tosco, y que las cosas sean tan distintas que incluso pueda extraerse de ellas, una vez convenientemente analizadas, consecuencias también muy diferentes.
Ya comprendo que no es de buen tono en los tiempos que corren intentar penetrar en el espíritu de fondo del tradicionalismo carlista, pero creo que no queda más remedio que hacerlo. Pues la cuestión es, a mi juicio, que más allá de sus determinaciones históricas concretas — más allá de la cuestión de la legitimidad sucesoria, y aun más allá de su oposición al constitucionalismo moderno liberal —, yace en el fondo del tradicionalismo carlista un espíritu que forma parte esencial e irrenunciable de la historia espiritual y moral de España, y ese fondo consiste en haber sabido captar el sentido de su muy singular forma histórica de constitución. Pues España, en efecto, debido a las circunstancias concretas de su formación histórica — la inexorable confluencia de los grandes reinos cristianos en su reivindicación, común e independiente, de la unidad hispánica visigótica previa frente a la invasión musulmana —, fue adquiriendo una morfología histórica muy singular, que contrasta con cualesquiera otras naciones políticas modernas de su entorno europeo. España, ciertamente, antes que ser una nación política más analogable a las nuevas naciones de su entorno, fue un proyecto espiritual (o metapolítico) universal, en cuanto que católico, de fraternidad comunitaria ilimitada entre fraternidades comunitarias locales, una fraternidad aquélla que por tanto no quería ni podía limitarse a sus iniciales fronteras geográficas ibéricas, sino que, movida por su propio impulso universal en cuanto que católico, se veía llevada a extenderse ilimitadamente por el orbe. De aquí que ya antes, pero sobre todo después, de la unificación nacional realizada por los Reyes Católicos, en España los patriotismos locales, lejos de ser incompatibles con el patriotismo común español, siempre lo hayan requerido y exigido como garantía de su propia existencia. Los patriotismos locales y el patriotismo español, en efecto, lejos de oponerse, se han conjugado inexorablemente en la formación histórica de España, y ésta es la singularidad histórica a la que desde siempre supo ser fiel en su espíritu último el tradicionalismo carlista.Por lo demás, creo que no está de más recordar que este doble patriotismo comunitario conjugado trajo consigo una forma propia de liberalismo, hispano en cuanto que católico, asimismo anterior y distinto al moderno liberalismo puramente económico del libre cambio (aunque no necesariamente incompatible con él): el liberalismo consistente en la liberalidad o generosidad propia de la vida comunitaria local, una generosidad que por su propio impulso no podía dejar de propagarse entre las distintas comunidades de su misma órbita espiritual, y, por lo mismo, el liberalismo como freno a toda posible invasión del Estado que pudiera tender a entrometerse en las propias libertades y formas comunitarias tradicionales o asentadas de vida, y que en último término pretendiera perturbar el bastión inexpugnable de todas estas formas y libertades, que es la libertad y la dignidad de cada persona singular. En este sentido, puede que el viejo tradicionalismo español no resulte una rémora tan atávica y oscurantista en los modernos tiempos liberales, sobre todo cuando pensamos en que el moderno Leviatán — ése cuyo prototipo hemos de cifrar en la revolución francesa — ha mostrado sobradamente una irrefrenable compulsión totalitaria a hacer y a deshacer en la vida civil y en la de las personas como si de un laboratorio humano indefinidamente maleable se tratara.Sólo cuando se alcanza a ver esta singularidad de la morfología histórica de España, a la que el tradicionalismo carlista supo ser fiel en su espíritu último, es cuando podemos asimismo comprender las diferencias esenciales e irreductibles entre dicho tradicionalismo y el nacionalismo vasco. Pues la cuestión es que la tenue línea de continuidad genética que pueda haber entre este último y el primero no debe impedirnos ver la nítida discontinuidad estructural que los separa. Puede, en efecto, que el nacionalismo vasco prosiguiera, en el ámbito territorial inventado ad hoc por dicho nacionalismo, la defensa carlista del patriotismo local, pero se dejó por el camino ni más ni menos que el sentido español de dicha defensa, reduciendo de paso el contenido de la misma a su forma más siniestra y pervertida posible: el racismo. Sabido es que el señor Sabino Arana llegó a delirar con la idea de una presunta raza vasca incontaminada por ninguna otra raza, ni española ni del mundo, como fundamento de su programa político nacionalista organizado en torno a un odio racista sistemático de España. Difícilmente se puede pervertir más el espíritu hispano, en cuanto que católico, del viejo carlismo español. El nacionalismo vasco es intrínsecamente racista y por eso es siempre potencialmente terrorista. No es de extrañar entonces que llegara a combinarse, en una de sus facciones siempre útil al conjunto, con una de las formas más depuradas de terrorismo totalitario moderno, como son los métodos marxistas revolucionarios de guerrilla de liberación nacional, formando de ese modo una mixtura tan siniestra en la teoría como en la práctica letal.Y cuando se comprenden, por fin, estas profundas e insoslayables diferencias entre el carlismo español y el nacionalismo vasco puede que comencemos a vislumbrar, con una nueva esperanza acaso no esperada, el horizonte que se nos abre a todos los españoles en el momento mismo en que la bestia del nacionalismo vasco se ha decidido a ir a por Navarra. Pues lo cierto es que el viejo reino de Navarra es el único que tendría derecho histórico a incluir en su unidad política navarra buena parte de las tierras vascongadas, justo aquellas que ingresaron en la historia de la mano de la historia de Navarra, y con ello en la historia de España y por lo mismo en la historia universal; así como otras partes vascongadas deberían ser políticamente integradas en la vieja Castilla por las mismas razones históricas — en realidad, las provincias vascongadas no deben tener derecho a otro tipo de unidad más que a la propia de una suerte de comarca de tipo folclórico —.Por todo ello, puede que esta vez el nacionalismo vasco haya pinchado en hueso, en el hueso de la sustancia histórica de España, acaso mucho mejor representada hoy por Navarra, la vieja tierra foral española, que por el conjunto de nuestra debilitada y acobardada España constitucional. Y por ello puede que las palabras con las que el presidente de la comunidad navarra terminó su discurso en la manifestación del pasado sábado tengan un fondo y un alcance históricos mucho más profundos del que acaso nos podamos imaginar: “Viva la libertad de Navarra, viva Navarra foral y española”.Sí: ya sé que el carlismo tiene hoy muy mala imagen — y muy mala prensa —. Pero, no sé, tengo para mí que puede que la bestia artificial y antiespañola del nacionalismo vasco haya comenzado a cavar su propia tumba donde el viejo carlismo arraigó con tan honda fuerza, en las viejas tierras navarras, forales y españolas".
Juan B. Fuentes
Profesor Titular de Filosofía de la U. C. M.
http://revista.libertaddigital.com/articulo.php/1276233141
Ya comprendo que no es de buen tono en los tiempos que corren intentar penetrar en el espíritu de fondo del tradicionalismo carlista, pero creo que no queda más remedio que hacerlo. Pues la cuestión es, a mi juicio, que más allá de sus determinaciones históricas concretas — más allá de la cuestión de la legitimidad sucesoria, y aun más allá de su oposición al constitucionalismo moderno liberal —, yace en el fondo del tradicionalismo carlista un espíritu que forma parte esencial e irrenunciable de la historia espiritual y moral de España, y ese fondo consiste en haber sabido captar el sentido de su muy singular forma histórica de constitución. Pues España, en efecto, debido a las circunstancias concretas de su formación histórica — la inexorable confluencia de los grandes reinos cristianos en su reivindicación, común e independiente, de la unidad hispánica visigótica previa frente a la invasión musulmana —, fue adquiriendo una morfología histórica muy singular, que contrasta con cualesquiera otras naciones políticas modernas de su entorno europeo. España, ciertamente, antes que ser una nación política más analogable a las nuevas naciones de su entorno, fue un proyecto espiritual (o metapolítico) universal, en cuanto que católico, de fraternidad comunitaria ilimitada entre fraternidades comunitarias locales, una fraternidad aquélla que por tanto no quería ni podía limitarse a sus iniciales fronteras geográficas ibéricas, sino que, movida por su propio impulso universal en cuanto que católico, se veía llevada a extenderse ilimitadamente por el orbe. De aquí que ya antes, pero sobre todo después, de la unificación nacional realizada por los Reyes Católicos, en España los patriotismos locales, lejos de ser incompatibles con el patriotismo común español, siempre lo hayan requerido y exigido como garantía de su propia existencia. Los patriotismos locales y el patriotismo español, en efecto, lejos de oponerse, se han conjugado inexorablemente en la formación histórica de España, y ésta es la singularidad histórica a la que desde siempre supo ser fiel en su espíritu último el tradicionalismo carlista.Por lo demás, creo que no está de más recordar que este doble patriotismo comunitario conjugado trajo consigo una forma propia de liberalismo, hispano en cuanto que católico, asimismo anterior y distinto al moderno liberalismo puramente económico del libre cambio (aunque no necesariamente incompatible con él): el liberalismo consistente en la liberalidad o generosidad propia de la vida comunitaria local, una generosidad que por su propio impulso no podía dejar de propagarse entre las distintas comunidades de su misma órbita espiritual, y, por lo mismo, el liberalismo como freno a toda posible invasión del Estado que pudiera tender a entrometerse en las propias libertades y formas comunitarias tradicionales o asentadas de vida, y que en último término pretendiera perturbar el bastión inexpugnable de todas estas formas y libertades, que es la libertad y la dignidad de cada persona singular. En este sentido, puede que el viejo tradicionalismo español no resulte una rémora tan atávica y oscurantista en los modernos tiempos liberales, sobre todo cuando pensamos en que el moderno Leviatán — ése cuyo prototipo hemos de cifrar en la revolución francesa — ha mostrado sobradamente una irrefrenable compulsión totalitaria a hacer y a deshacer en la vida civil y en la de las personas como si de un laboratorio humano indefinidamente maleable se tratara.Sólo cuando se alcanza a ver esta singularidad de la morfología histórica de España, a la que el tradicionalismo carlista supo ser fiel en su espíritu último, es cuando podemos asimismo comprender las diferencias esenciales e irreductibles entre dicho tradicionalismo y el nacionalismo vasco. Pues la cuestión es que la tenue línea de continuidad genética que pueda haber entre este último y el primero no debe impedirnos ver la nítida discontinuidad estructural que los separa. Puede, en efecto, que el nacionalismo vasco prosiguiera, en el ámbito territorial inventado ad hoc por dicho nacionalismo, la defensa carlista del patriotismo local, pero se dejó por el camino ni más ni menos que el sentido español de dicha defensa, reduciendo de paso el contenido de la misma a su forma más siniestra y pervertida posible: el racismo. Sabido es que el señor Sabino Arana llegó a delirar con la idea de una presunta raza vasca incontaminada por ninguna otra raza, ni española ni del mundo, como fundamento de su programa político nacionalista organizado en torno a un odio racista sistemático de España. Difícilmente se puede pervertir más el espíritu hispano, en cuanto que católico, del viejo carlismo español. El nacionalismo vasco es intrínsecamente racista y por eso es siempre potencialmente terrorista. No es de extrañar entonces que llegara a combinarse, en una de sus facciones siempre útil al conjunto, con una de las formas más depuradas de terrorismo totalitario moderno, como son los métodos marxistas revolucionarios de guerrilla de liberación nacional, formando de ese modo una mixtura tan siniestra en la teoría como en la práctica letal.Y cuando se comprenden, por fin, estas profundas e insoslayables diferencias entre el carlismo español y el nacionalismo vasco puede que comencemos a vislumbrar, con una nueva esperanza acaso no esperada, el horizonte que se nos abre a todos los españoles en el momento mismo en que la bestia del nacionalismo vasco se ha decidido a ir a por Navarra. Pues lo cierto es que el viejo reino de Navarra es el único que tendría derecho histórico a incluir en su unidad política navarra buena parte de las tierras vascongadas, justo aquellas que ingresaron en la historia de la mano de la historia de Navarra, y con ello en la historia de España y por lo mismo en la historia universal; así como otras partes vascongadas deberían ser políticamente integradas en la vieja Castilla por las mismas razones históricas — en realidad, las provincias vascongadas no deben tener derecho a otro tipo de unidad más que a la propia de una suerte de comarca de tipo folclórico —.Por todo ello, puede que esta vez el nacionalismo vasco haya pinchado en hueso, en el hueso de la sustancia histórica de España, acaso mucho mejor representada hoy por Navarra, la vieja tierra foral española, que por el conjunto de nuestra debilitada y acobardada España constitucional. Y por ello puede que las palabras con las que el presidente de la comunidad navarra terminó su discurso en la manifestación del pasado sábado tengan un fondo y un alcance históricos mucho más profundos del que acaso nos podamos imaginar: “Viva la libertad de Navarra, viva Navarra foral y española”.Sí: ya sé que el carlismo tiene hoy muy mala imagen — y muy mala prensa —. Pero, no sé, tengo para mí que puede que la bestia artificial y antiespañola del nacionalismo vasco haya comenzado a cavar su propia tumba donde el viejo carlismo arraigó con tan honda fuerza, en las viejas tierras navarras, forales y españolas".
Juan B. Fuentes
Profesor Titular de Filosofía de la U. C. M.
http://revista.libertaddigital.com/articulo.php/1276233141
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