viernes, 18 de mayo de 2007

UnCuentecillo

Mi padre trabajaba dando luz a los que viajaban en la oscuridad.Mi padre era farero.Su faro se yergue aún en la cima de un bello acantilado, donde el Atlántico esculpe dedicatorias a la eternidad de las mareas.Mi infancia la viví en el interior de aquella linterna gigantesca y es imposible apartar de mis recuerdos más felices la imagen de aquella interminable escalera de caracol, el rugido del océano los días de tempestad y mi padre fumando su pipa en la balconada circular, la mirada perdida en el horizonte, amando las puestas de sol como sólo un personaje de Saint-Exupery sabría hacerlo.Mi madre era pintora y ganaba unos dineros haciendo retratos de encargo para la gente de la comarca. Pero siempre tenía tiempo para pintarnos a nosotros y tener listo un óleo el día que cumplíamos años.Su auténtica pasión, sin embargo, su amor más profundo, como el de mi padre–quizá sea ésa la causa de que su compromiso apenas percibiera el cansancio de los años-, era el horizonte: cientos de lienzos se amontonaban en cubículos y despensas del faro, intentos que ella consideraba errados, pinceladas que trataban de explicar los colores del fin del día, el humor de las olas, el límite donde se unían y separaban, al mismo tiempo, mar y cielo.Siempre había un último intento a medio pintar, esperando en la baranda a que mi madre prosiguiera su búsqueda.Mi padre solía acercarse cuando ella perseguía el horizonte; la conversación casi siempre era la misma:-Falta poco –decía él.-Falta todo –decía ella.Y el cuadro terminaba, como sus antecesores, en alguno de los cubículos o despensas del faro.La villa quedaba a unos kilómetros de distancia, no muchos. Algunas casas salpicaban el camino desde el faro. Mi hermana y yo lo recorríamos todas las mañanas, en dirección a la escuela. También los domingos, en dirección a la iglesia. Paseo que sobrevive en la memoria a todas las perturbaciones de lo real.Varias personas acostumbraban visitar a mi padre de vez en cuando, atraídos por su culta y franca conversación, así como por la cálida hospitalidad de nuestro hogar.Entre ellos cabe destacar al cura de la parroquia, jesuíta muy leído, conocedor de los grandes clásicos de la Teología, así como de los mejores estudios de enología, pues, como él explicaba:-Por algo Cristo eligió el vino como materia para la transustanciación de su sangre: esa elección no es casual, en esa elección se esconden misterios profundos.Profundidades que el alegre sacerdote exploraba en todos los vasos que se le ponían a tiro, con una única restricción: debía hallarse en buena compañía.-El primer signo de vicio en el beber es hacerlo a solas; ¿alguien conoce un pasaje de los Evangelios donde se vea a Cristo beber solo? ¡Por supuesto que no! Él comparte el vino con sus amigos.Así que muchas veces pude ver a ambos, cura y padre, sentados cerca de la baranda, compartiendo caldos teñidos de rojo atardecer.
Mi padre gustaba de leer, aunque quizá ésa no sea la palabra adecuada: más exactamente, mi padre necesitaba leer. Su oficio tranquilo le ofrecía gran cantidad de horas de ocio, que mi padre siempre invertía, cuando no tenía visita, o no tenía que atendernos a nosotros, en la lectura de alguno de los múltiples ejemplares que llegaban desde ciudades lejanas hasta nuestro faro, parada fija y obligada para el cartero de la villa. Éste disfrutaba mucho de tal obligación, pues era un gran aficionado al ciclismo y le encantaba encarar el repecho que llevaba hasta nuestra torre. Mi padre salía a recibirle, en cuanto lo adivinaba esforzándose encima de la bici, dejándose los riñones para domeñar la endiablada pendiente.-¿Cómo ha ido hoy?-No hay queja: 8 minutos, 43 segundos.-¡Pero ése es un tiempo magnífico!-No tanto; hoy sólo le traigo un par de libros.Y el cartero se ponía melancólico:-...el día aquél de las imputaciones... ¡Ése sí que fue todo un récord!-Las “Disputaciones metafísicas”, de Suárez...-Sí, sí... Aquel montón de libros... Eso sí que tuvo mérito.Mi padre también era un apasionado de los idiomas. De vez en cuando, entre los libros que le llegaban, se encontraban diccionarios y gramáticas que estudiaba hasta que se les caían las hojas; en esos días, se le podía oír susurrar declinaciones alemanas, verbos irregulares ingleses o passés composés del primer grupo de conjugación, mientras ensuciaba las manos en alguna pieza del faro necesitada de arreglo.Estos avances lingüísticos ampliaron el abanico de sus encargos, que ya no se circunscribían a la geografía nacional. Así que el cartero empezó a traer volúmenes editados en Dublín, Nueva York, Berlín, Viena o París.No poco tuvo que ver esta aficción paterna por la lectura en el objeto de mis estudios. Mi padre pasaba mucho tiempo con nosotros dos, sobre todo cuando hacíamos nuestros deberes. Nos obligaba a hacerle un resumen, al llegar a casa tras la jornada lectiva, sobre todo lo que nos habían mostrado ese día en el colegio. Mi madre nos preparaba la merienda y, sin apenas descanso, mi padre se sentaba con nosotros en la mesa de la cocina para vigilar cómo hacíamos los deberes, tomándonos la lección cada cierto tiempo. Cada vez que sospechaba que no le decíamos la verdad sobre la cantidad de deberes que teníamos para el día siguiente, corría al teléfono, llamaba al maestro y le preguntaba. Los días que él consideraba que teníamos muy pocos deberes (consideración a la que llegaba bastante a menudo), completaba nuestros estudios de diversas maneras: a veces nos hacía escuchar piezas musicales en un viejo magnetófono, salpicando los interludios entre movimiento y movimiento con apuntes biográficos sobre los compositores cuyas piezas escuchábamos; en otras ocasiones, se dedicaba a completar nuestros conocimientos de inglés, que él hallaba escasísimos, o nos hacía aprender listas de verbos y preposiciones portugueses, porque siendo gallegos, “tenemos a Pessoa a la vuelta de la esquina”; el francés y el alemán fueron otros idiomas con los que estuvimos familiarizados desde niños.Las audiciones inclinaron rápidamente a mi hermana por el camino de la música, cosa que agradó sobremanera a mi padre, quien realizó una pesquisa exhaustiva por toda la comarca, en busca de un profesor de solfeo competente que le diera clases a su hija.Por mi parte, no tardó mucho tiempo en resultar insuficiente ese tiempo extra de estudio, yendo mi ansia de conocimientos mucho más lejos de lo que la obligaba a ir mi padre. Así que mis encargos bibliográficos empezaron a sumarse a los suyos, obligando a nuestro esforzado cartero a poner a prueba con mayor ímpetu sus dotes de ciclista diletante.
Estando yo ya en el instituto, llegó a la villa un hombre de unos treinta años. Era atractivo y parecía en muy buena forma física. Debía tener algo de dinero, porque compró un local vacío y montó allí un gimnasio, donde, entre otras actividades, se podía aprender kárate. De hecho, el oficio de este hombre nuevo era precisamente ser profesor de kárate, cosa que se había puesto de moda desde hacía un par de años.Un día le vimos subiendo la cuesta, a pie. Se acercó al acantilado y se quedó mirando el horizonte durante un buen rato. Tras ello, se despojó de la cazadora, descubriendo el chándal que llevaba puesto, y comenzó a realizar extraños movimientos a la vera del vacío. Mi padre, intrigado, salió a hablar con él, bajando al trote la escalera de caracol y el trozo de cuesta que lo separaba del faro.-¿Qué es lo que hace? –preguntó al llegar a su altura.-Una kata de kárate.-¿Kárate?-Sí. Es un arte marcial oriental.-Es bello de ver –se quedó un rato pensativo, mientras el profesor proseguía con sus ejercicios- ¿Me enseñaría?-Venga al gimnasio y pague la cuota.-Imposible. No me puedo alejar del faro: soy el farero. Además, las clases de solfeo y los libros son muy caros.-¿Libros? ¿Lee usted mucho?-¡Uff, muchísimo! No paro.-¿Conoce grandes poetas?-Por supuesto.-Recite bellos poemas para mí y yo le enseñaré kárate.Y así fue. Cada noche, mi padre cogía algún libro de Hölderlin, Rilke, Baudelaire... se aprendía un poema y, al día siguiente, bajaba hasta donde el profesor gustaba de hacer sus ejercicios. Entonces el profesor paraba y se sentaba en una piedra. Mi padre declamaba y el profesor decía:-Qué bello poema... Hoy le enseñaré kárate.Y mi padre imitaba los movimientos acompasados del profesor de kárate.Un día, mi padre se dispuso a bajar al encuentro del profesor, al verlo en el sitio acostumbrado, junto al acantilado. Pero, cuando salió por la puerta del faro, el profesor había desaparecido. Mi padre buscó por todo el lugar, pero no halló rastro. Cauteloso, pues era un día de mucho viento, se acercó al vacío: nada se veía entre las rocas del fondo, ni en la marea espumosa de allá abajo. Mi padre llamó al gimnasio, donde nadie le supo dar información sobre el profesor: todos creían que estaba en el acantilado, haciendo sus ejercicios. Así que no quedó más remedio que dar parte a la policía y a la Guardia Civil. Pasaron los días, sin traer noticias del profesor de kárate, hasta que el tiempo trajo el olvido y nadie siguió buscando. Mi madre sentenció:-No se juega al borde de un acantilado; un golpe de viento y apareces flotando en el golfo de Vizcaya...
Pasado un año, mi padre llevó una flor al lugar en que el profesor de kárate solía darle clases. Llevó con él un poemario de Rimbaud y leyó los versos preferidos del profesor, esos que empiezan: “Jadis, si je me souviens bien, ma vie était un festin...” Echó la flor al viento y al vacío, y regresó al faro. Nunca dejó de cumplir este ritual, en el tiempo que le quedó de vida, cada vez que se cumplía un nuevo aniversario.Mi padre sólo me pegó una vez. En el pueblo vivía Susiño, un niño que tenía un cierto retraso, y que, ley de vida, era objeto de las burlas de nuestra pandilla. Tampoco es que yo me cebara mucho, de hecho solía decirles a mis amigos que dejasen de molestarlo. Pero nadie está libre de pecado y hay días en los que uno no es humano y lo paga con el primero que pilla. Resultó que, cuando nos estábamos burlando y riendo salvajemente del pobre Susiño, porque se había meado encima, cuadró que mi padre se había acercado al pueblo, para comentar algo con el cura, así que los dos fueron testigos de la escena. El cura, enfurecido, la sotana sostenida con ambas manos, se acercó a la carrera, gritando:-¡Me cago en la mala leche que os ha parido a todos, atajo de paganos! ¡Ya podéis ir haciendo cola para pedirle perdón a Susiño, que ahora nos vamos todos de cabeza al confesionario!Con el susto de la bronca clerical, no vi llegar a mi padre, que de pronto apareció delante de mí. Tampoco vi llegar su palma completamente abierta, que me cruzó la cara con toda la fuerza de la que era capaz. Tan aturdido estaba, que ni llorar supe. Me agarró de la mano, estrujándomela casi, y me llevó prácticamente a rastras de vuelta a casa.El cura nos observaba serio, sin decir nada. Cuando ya nos alejábamos volvió su atención hacia mis compañeros:-¡Qué miráis, herejes! ¡Venga, pidiendo perdón, que es gerundio!Toda la pandilla pasó una buena temporada castigada; pero no fue eso lo que hizo que nunca más me metiera con Susiño, ni con nadie; fueron las lágrimas que surcaban las mejillas de mi padre, mientras me arrastraba de vuelta al faro.Otro amigo de mi padre que solía venir mucho por casa era trabajador en los astilleros cercanos, como tanta gente de nuestra comarca. Decía que era marxista, leninista y racinguista (pues era seguidor del equipo de la ciudad donde trabajaba, al otro lado de la ría). Con respecto a los dos primeros adjetivos, las trifulcas eran constantes con el cura.-Cuando llegue la revolución, vamos a conseguir que dejéis de meter en la cabeza de nuestros hijos todas esas pamplinas y supersticiones que los encadenan a los explotadores.-Cuando llegue la revolución, aseguraos de que vuestras pamplinas y supersticiones realmente valgan la pena.-Nosotros no nos manejamos en la pamplina y la superstición, sino en la ciencia y la verdad. La era está pariendo un corazón...-Dios quiera que no sea un aborto.-Imposible, la historia está de nuestra parte. Somos el progreso de la humanidad, abriéndose paso entre la oscuridad y la injusticia.-Aseguraos de que dejáis alguien vivo en las cunetas, al abriros paso.-¡Será posible que un cura español se atreva a decir tales cosas, con lo que ha llovido!-Precisamente, a ver si escampa...-Empieza el partido –terció mi padre.-Abre el vino y trae el chorizo, ateo bastardo.-Acerca las copas y el queso, reaccionario meapilas.Como el Rácing ganó aquel día, mi padre y yo vimos alejarse cuesta abajo, abrazados el uno al otro -y a sus respectivas botellas-, a cura y obrero, cantando a voz en grito el himno del Rácing.Pero llegaron tiempos menos alegres y más complicados. El gobierno central había decidido reducir drásticamente las plantillas de los astilleros, así que se iniciaron recias luchas y fuertes huelgas, con manifestaciones en las que obreros y fuerzas del orden se empleaban con vehemencia. Pronto el ambiente se hizo irrespirable: las casas de los policías antidisturbios amanecían con pintadas amenazantes, llegando alguna a ser quemada; policías y guardias civiles aprovechaban cualquier ocasión para dejar su impronta en los rostros y los cuerpos de los obreros.
Una noche, nos despertó alguien que aporreaba nerviosamente nuestra puerta: era la mujer del obrero amigo de mi padre. Lo habían sacado hacía un rato de su casa, varios guardias civiles, sin orden del juez, y se lo habían llevado al cuartelillo.Mi padre fue a buscar al cura y, juntos, se dirigieron allá, acompañados por las mujeres. El guardia de la entrada puso los ojos como platos al ver llegar al párroco.-No le puedo dejar entrar, padre...-¿Quién coño es? –se oyó de fondo.Al girarse el guardia para responder, el cura empujó la puerta y se plantó dentro del cuartelillo. Varios guardias rodeaban a una masa sanguinolenta, que seguramente en algún momento del pasado había sido un hombre: su cara era una colección de bultos amoratados entre los que se habían perdido ojos y boca; los dedos de las manos, tensos, trazaban ángulos inverosímiles; pequeñas perlas esmaltadas salpicaban el suelo bañado en sangre.El silencio de la escena lo rompieron los gritos desgarrados de la mujer, que mi padre intentó llevarse afuera. Los berridos hicieron reaccionar a la masa sanguinolenta, que giró el cuerpo hacia ellos; parecía querer decir algo, pero nada inteligible se le oía; en breve, dejó de intentarlo y empezó a hipar y, quizá, a llorar.El cura, callado, miraba a los ojos a uno de los guardias, el que tenía los nudillos manchados de sangre. Éste aguantó unos segundos la mirada, pero enseguida bajó los ojos y comenzó a llorar.Otro de los guardias se dirigió al cura, mientras señalaba al golpeado:-Este hijo de puta se acercó esta mañana a la hija de mi compañero, que tiene 12 años, y le dijo que si su padre no se iba del pueblo, la violarían.Al escuchar estas palabras, el guardia que lloraba apretó con rabia los puños y se lanzó sobre el amigo de mi padre; el cura reaccionó a tiempo para protegerlo, recibiendo en su propio cuerpo las patadas del guardia; enseguida, los guardias se echaron sobre su compañero para detenerlo, cosa que no resultó nada fácil.Cuando mi padre, una vez que dejó a las mujeres fuera del cuartelillo, volvió dentro, encontró un guardia civil arrodillado, llorando rabioso entre sus compañeros, mientras el cura abrazaba a su amigo, que farfullaba en el oído del párroco:-...yo no fui... yo no fui... yo no fui...Meses y años pasaron. Los obreros se quedaron sin trabajo y el guardia civil se trasladó, con toda su familia, a otra ciudad.El amigo de mi padre, con el finiquito, montó un bar en el pueblo. Lo malo es que casi todos los que se fueron a la calle tuvieron la misma idea, así que el pueblo se llenó de bares vacíos.El caso es que el partido al que estaba afiliado el amigo de mi padre ganó las elecciones al ayuntamiento, así que se dedicó con gran entusiasmo a su nuevo cargo de concejal de urbanismo, despreocupándose del negocio, que traspasó un tiempo más tarde.Por otro lado, mi hermana y yo habíamos crecido; ella tenía bastante éxito como pianista y pasaba cada vez más tiempo fuera de España, de gira. Por mi parte, conseguí ir haciéndome hueco en la Facultad de Filología, así que tampoco estaba mucho en casa.Un día, llegaron unos hombres, vestidos de traje; eran burócratas de no sé qué ministerio y venían a explicarle a mi padre que sus servicios ya no eran necesarios; el faro iba a ser automatizado y sería controlado directamente desde la capital. Pero mi padre no debía preocuparse: la pensión alcanzaría el 90% de su sueldo.Mi padre, pobre hombre, no entendía.-Entonces, ¿quién se va a hacer cargo del faro, si se estropea?-Si se estropea, enviamos un técnico para que lo arregle.-Entonces, ¿nadie vivirá en el faro?-¿Para qué? –rió uno de los burócratas.-Para ver las puestas de sol.Los dos hombres soltaron una carcajada; pero al ver que mi padre no se reía, carraspearon y se despidieron.
Mis padres se trasladaron a la casa que más cerca quedaba del faro, la cual, afortunadamente, estaba deshabitada en ese momento. El dueño, que la tenía en buen estado, accedió a vendérsela. Así mi padre pudo pasar varios años cerca de su amado faro. El cartero, que ya iba teniendo una edad, agradeció no tener que seguir subiendo la cuesta. Pero su melancolía, evidentemente, aumentó. Llamaba a la puerta y, cuando mi padre le abría, ambos se quedaban mirando el faro.-¡Qué día, aquel de las imprecaciones...!-Y que lo diga... –asentía mi padre.Llegó otro día, en el que otro par de hombres trajeados llamaron a la puerta de la casa. “¡Trajes! Malo...”, pensó mi padre.Venían a hacerle una oferta por su casa. Le darían mucho dinero.-No quiero vender esta casa. Es la que está más cerca del faro.Los dos hombres se miraron sin comprender.-Le daremos otra, cuando construyamos la urbanización.-¿Qué urbanización?-La que vamos a construir al borde del acantilado.-¿Al borde del acantilado? Pero entonces... no se podrá ver el horizonte, ni el atardecer...-Se podrá ver: desde la ventana de su casa.-¿Y el resto de la gente?Los hombres se volvieron a mirar, incómodos.-Su amigo, el concejal de urbanismo, nos dijo que sería razonable...-¿No lo estoy siendo, acaso?A la semana siguiente, apareció su amigo, el concejal de urbanismo. Le habló de las necesidades de la comarca, de la depresión económica por causa del cierre de los astilleros, de la gente en paro, de los puestos de trabajo que crearía la construcción, del turismo...Mi padre, más por cansancio que por convencimiento, accedió a la venta.La empresa constructora le proporcionó una bella casa en la villa mientras se construía la urbanización. El día en que tocaba mudarse al borde del acantilado, mi padre, muy de mañana, murió.
En el entierro, el concejal de urbanismo le dijo al cura si podían hablar un momento.-Desde su muerte, hay algo que me reconcome...-¿Qué cosa?-Pensar que le ha matado no poder ver el horizonte desde el acantilado.-Este mundo parece que está empeñado en hacerse feo... Pero es lo que hay; él sabía que tú tenías razón: la comarca necesita trabajo. No debes sentirte culpable por intentar ayudar a tu gente.El cura miró al concejal de urbanismo; lágrimas resbalaban desde su mirada perdida.-Había otras zonas donde construir, pero la comisión era mayor si se hacía en el acantilado –dijo, finalmente.Su mirada seguía perdida, pero las lágrimas se habían secado, dejando surcos arrugados en las mejillas.El cura suspiró profundo, mientras el concejal de urbanismo se levantaba y se dirigía hacia su coche.Nunca quedó muy claro si fue accidente o si empotró el coche adrede contra el sauce aquél.Mi madre no sobrevivió demasiado a su marido. Hallaron su cuerpo en la casa nueva, tirado en el suelo de la habitación que daba al mar, las manos aún armadas de pinceles; un último cuadro reposaba en el caballete, contándole a quien quisiera saberlo cómo se veía el horizonte desde el acantilado.El día de su entierro, tras la misa, nos dirigimos en compañía del cura hacia el faro. Subimos de nuevo por aquella cuesta que tanto amamos. Pasamos por delante de los chalets adosados de la urbanización y nos paramos delante del que mi padre no había llegado a estrenar: junto a la puerta, un agente inmobiliario hacía su trabajo, contándole maravillas a una mujer de unos treinta años. Por fin, justo a la altura del faro, pudimos mirar el horizonte y ver cómo el sol se sumergía en el Atlántico. De repente, escuchamos el ruido inconfundible de la puerta del faro al abrirse: un joven, en mono de trabajo, salió del interior.-Buenas noches–dijo.-Buenas noches–respondimos.-¿Qué tal funciona, hijo? –preguntó el padre.-Como un reloj, señor –dijo el joven con una sonrisa.Le seguimos con la mirada unos momentos, mientras se perdía cuesta abajo.Ese joven, aunque no es farero, hace lo que hacía mi padre: darle luz a los que viajan en la oscuridad.

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