jueves, 7 de junio de 2007

Chesterón&ElPadreO'Connor


"Había ido a dar una conferencia a Keighley, en los páramos altos del West Riding, y me quedé a pasar la noche en casa de un importante ciudadano de aquella pequeña ciudad industrial; el caballero había reunido a un grupo de amigos locales que, como era de suponer, tenían paciencia con los conferenciantes; en el grupo estaba incluido el cura de la iglesia católica, un hombre pequeño, lampiño y con expresión tímida de duende. Me impresionó el tacto y el humor con los que se relacionaba con una compañía tan protestante y tan de Yorkshire; pronto descubrí que, a su manera algo bravucona, habían aprendido a considerarlo todo un personaje. Alguien me hizo un relato muy divertido de cómo dos gigantescos granjeros de aquel distrito de Yorkshire, a los que se les había encomendado visitar varios centros religiosos, temblaban con indecible terror antes de entrar en el pequeño presbiterio de aquel cura. Tras vencer una gran desconfianza, parece que finalmente habían llegado a la conclusión de que no les haría mucho daño y de que si lo hacía, podían llamar a la policía. Supongo que creían de verdad que tenía la casa equipada con todos los instrumentos de tortura de la Inquisición española. Pero incluso estos granjeros, me dijeron, le habían aceptado desde aquel día como a un vecino más, y a medida que la tarde avanzaba, sus vecinos le animaron a que pusiera en práctica sus magníficas cualidades para entretener. Poco a poco se fue soltando y, cuando me di cuenta, ya estaba en pleno recitado de ese gran poema dramático, ese examen de conciencia titulado "Me aprietan las botas". Aquel hombre me encantó, pero si me llegan a decir que en diez años me convertiría en un misionero mormón de las Islas Caníbal, no me habría sorprendido más que si me hubieran insinuado que, quince años después, estaría haciendo ante él mi confesión general y que él me recibiría en la Iglesia a la que pertenecía.'A la mañana siguiente, él y yo fuimos caminando hasta el otro lado de Keighley Gate, el gran muro de los marjales que separa Keighley de Wharfedale, porque yo quería visitar a unos amigos en Ilkley; al terminar la excursión, tras unas cuantas horas de charla por aquellos páramos, pude presentar un nuevo amigo a mis antiguos amigos. Se quedó a comer; se quedó a tomar el té; se quedó a cenar; no estoy seguro de que, ante la insistente hospitalidad, no se quedara a dormir y, en posteriores ocasiones, pasó allí muchos días y muchas noches; y allí fue también donde habitualmente nos encontrábamos. Fue en una de aquellas visitas cuando tuvo lugar el incidente que me llevó a tomarme la libertad de usarle, es decir, usar una parte de él en una serie de historias sensacionales ["El Padre Brown"]. Pero lo menciono no porque otorgue la más pequeña importancia a esas historias, sino porque tiene una conexión mucho más vital con la otra historia, con la historia que estoy contando aquí.'En el transcurso de la conversación, le mencioné al cura que tenía intención de apoyar en la prensa cierta propuesta, no importa cuál, relacionada con temas sociales bastante sórdidos de vicio y crimen. Me comentó que creía que estaba en un error o, más bien, que yo ignoraba algunas cosas, como realmente así era. Y tan solo por cumplir con su deber y para evitar que me metiera en un lío espantoso, me contó ciertos hechos que él conocía sobre prácticas depravadas, que desde luego no detallaré ni discutiré aquí. En páginas anteriores he confesado que en mi propia juventud había imaginado toda clase de iniquidades, y fue una curiosa experiencia descubrir que aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo. No me había imaginado que el mundo albergara tales\n horrores. Si él hubiera sido un novelista profesional y hubiera lanzado aquellas porquerías a los estantes de las librerías para que niños y muchachos las leyeran, desde luego se le habría considerado un gran artista creativo y un heraldo de los nuevos tiempos. Como sólo me lo contaba de mala gana, en estricta intimidad, como una necesidad práctica, era, por supuesto, el típico jesuita que susurraba venenosos secretos a la oreja. Cuando volvimos, la casa estaba llena de gente y empezamos a charlar con dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge que habían atravesado los páramos a pie o en bicicleta, poseídos de aquel espíritu austero y vigoroso propio de las vacaciones inglesas. Sin embargo, no eran los típicos deportistas de miras estrechas; les interesaban también otros deportes y, aunque de forma un tanto superficial, también algunas artes; así que comenzaron a hablar de música y del paisaje con mi amigo, el Padre O'Connor. No he conocido nunca a nadie que\n pudiera pasar con tanta facilidad de un tema a otro, ni que tuviera tantas y tan insospechadas fuentes de información y, con mucha frecuencia, sobre todo, información técnica. La charla pronto derivó hacia la discusión de asuntos más filosóficos y morales, y cuando el sacerdote salió de la habitación, los dos jóvenes rompieron en generosas expresiones de admiración diciendo que realmente era un hombre extraordinario y que parecía saberlo todo de Palestrina, de la arquitectura barroca o de cualquier cosa de la que se hablara en aquel momento. Tras unos instantes de silencio reflexivo, uno de los estudiantes estalló de repente: "De todas formas, no creo que la vida que lleva sea la más adecuada. Lo de la música religiosa y todo eso está muy bien cuando se está encerrado en una especie de claustro y no se sabe nada sobre el mal real del mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus\n peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento".'En el transcurso de la conversación, le mencioné al cura que tenía intención de apoyar en la prensa cierta propuesta, no importa cuál, relacionada con temas sociales bastante sórdidos de vicio y crimen. Me comentó que creía que estaba en un error o, más bien, que yo ignoraba algunas cosas, como realmente así era. Y tan solo por cumplir con su deber y para evitar que me metiera en un lío espantoso, me contó ciertos hechos que él conocía sobre prácticas depravadas, que desde luego no detallaré ni discutiré aquí. En páginas anteriores he confesado que en mi propia juventud había imaginado toda clase de iniquidades, y fue una curiosa experiencia descubrir que aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo. No me había imaginado que el mundo albergara tales horrores. Si él hubiera sido un novelista profesional y hubiera lanzado aquellas porquerías a los estantes de las librerías para que niños y muchachos las leyeran, desde luego se le habría considerado un gran artista creativo y un heraldo de los nuevos tiempos. Como sólo me lo contaba de mala gana, en estricta intimidad, como una necesidad práctica, era, por supuesto, el típico jesuita que susurraba venenosos secretos a la oreja. Cuando volvimos, la casa estaba llena de gente y empezamos a charlar con dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge que habían atravesado los páramos a pie o en bicicleta, poseídos de aquel espíritu austero y vigoroso propio de las vacaciones inglesas. Sin embargo, no eran los típicos deportistas de miras estrechas; les interesaban también otros deportes y, aunque de forma un tanto superficial, también algunas artes; así que comenzaron a hablar de música y del paisaje con mi amigo, el Padre O'Connor. No he conocido nunca a nadie que pudiera pasar con tanta facilidad de un tema a otro, ni que tuviera tantas y tan insospechadas fuentes de información y, con mucha frecuencia, sobre todo, información técnica. La charla pronto derivó hacia la discusión de asuntos más filosóficos y morales, y cuando el sacerdote salió de la habitación, los dos jóvenes rompieron en generosas expresiones de admiración diciendo que realmente era un hombre extraordinario y que parecía saberlo todo de Palestrina, de la arquitectura barroca o de cualquier cosa de la que se hablara en aquel momento. Tras unos instantes de silencio reflexivo, uno de los estudiantes estalló de repente: "De todas formas, no creo que la vida que lleva sea la más adecuada. Lo de la música religiosa y todo eso está muy bien cuando se está encerrado en una especie de claustro y no se sabe nada sobre el mal real del mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento".'Para mí, que aún temblaba casi con los pasmosos datos prácticos de los que el sacerdote me había advertido, este comentario me pareció de una ironía tan colosal y aplastante que a punto estuve de estallar de risa en aquel mismo salón, pues sabía perfectamente bien que, comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito."
"Autobiografía", de Gilbert Keith Chesterton (ed. Acantilado); pgs. 371-374.\

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