jueves, 7 de junio de 2007

Sobre"ElHombreQueFueJueves"

"[En mi juventud] todavía estaba esclavizado por aquella pesadilla metafísica de contradicciones entre mente y materia, por la perversa imaginería del mal y el peso de los misterios del cuerpo y el cerebro, pero para entonces ya me había rebelado contra ellos e intentaba construir una cosmología más saludable, aunque me pasara de la raya en lo relativo a la salud; incluso me califiqué a mí mismo de optimista porque estaba a un paso de ser un pesimista. Esa es la única excusa que puedo ofrecer. Toda esta parte del proceso fue después recogida en la informe forma de una novela titulada El hombre que fue jueves. En su momento, el título llamó mucho la atención y los periodistas hicieron bromas. Algunos, al referirse a mis supuestas opiniones jocosas, simulaban confundirlo con "El hombre que fue nueves". Otros suponían naturalmente que Jueves era el hermano negro de Viernes. Y también los había que, con mayor perspicacia, lo trataban como un título totalmente anárquico como "La mujer que fue ocho y media" o "La vaca que fue mañana por la noche". Pero me interesa lo siguiente: apenas nadie entre quienes leyeron el título parece haber mirado el subtítulo -"Una pesadilla"- que respondía a muchísimas preguntas de la crítica.'Hago aquí una pausa porque esto es hasta cierto punto importante para comprender aquella época. Me han preguntado con frecuencia qué significado tiene en esta obra la monstruosa pantomima del ogro que recibe el nombre de Domingo; algunos han sugerido, y en cierto sentido no sin razón, que representaba una versión blasfema del Creador. Pero la cuestión es que toda la historia es una pesadilla sobre las cosas, no tal como son, sino como le parecían al joven ligeramente pesimista de los años noventa; y el ogro, que aparece brutal pero que también es, en el fondo, benevolente, no es tanto Dios, en un sentido religioso o antirreligioso, sino la Naturaleza a los ojos de un panteísta cuyo panteísmo naciera del pesimismo. En cuanto al sentido de la historia, intentaba empezar pintando un cuadro negro del mundo y avanzar hasta dar a entender que el cuadro no era tan negro como se había pintado en un principio. Ya he explicado que todo esto era fruto del nihilismo de los noventa, patente ya en la dedicatoria que escribí a mi amigo Bentley, quien había vivido una etapa y unos problemas parecidos, y en la que preguntaba retóricamente: "¿Quién puede comprenderlo sino tú?" Un crítico respondió con mucha sensatez diciendo que si nadie salvo Mr. Bentley entendía el libro, no parecía razonable pedir a otros que lo leyeran.'Pero hablo de ello aquí porque, aunque sucedía al principio de la historia, estaba destinado a significar otra cosa antes del final de la novela. Sin aquel lejano efecto final, el recuerdo puede parecer tan absurdo como el libro, pero de momento sólo puedo dejar aquí constancia de los dos hechos que, de alguna forma y en cierto sentido, conseguí ratificar. En primer lugar, intentaba de una manera vaga fundar un nuevo optimismo, no sobre el máximo bien sino sobre el mínimo. No me importaba demasiado el pesimista que se quejaba de que lo bueno existiera en una proporción tan pequeña, sino que me enfurecía -al borde del asesinato- el pesimista que preguntaba para qué servía lo bueno. En segundo lugar, incluso en los primeros tiempos y por los peores motivos, yo ya sabía demasiado como para fingir que me libraba del mal. Al final, introduje un personaje que, con total comprensión de lo que hace, realmente rechaza y desafía al bien. Mucho después, el padre Ronald Knox, con aquel modo suyo tan singular, me dijo que estaba seguro de que usarían el resto del libro para probar que yo era un panteísta y un pagano, y que los futuros críticos demostrarían fácilmente que el episodio del Acusador era una acotación escrita por algún cura.'Ese no era el caso, sino realmente todo lo contrario. En aquella época, me habría molestado tanto como cualquier otro escritor en millas a la redonda si hubiera descubierto que un cura se metía en mis asuntos o hacía acotaciones a mis manuscritos. Escribí aquella declaración en la novela para dar testimonio del peor pecado (el imperdonable pecado de no desear ser perdonado), no porque lo hubiera aprendido de algunos de los millones de curas que nunca había conocido, sino porque lo había aprendido de mí mismo. Yo ya estaba bastante seguro de que, si lo deseaba, podía apartarme de la vida completa del universo. Cuando le preguntan a mi esposa quién la convirtió al catolicismo, siempre responde: "el diablo".'Pero todo aquello sucedió tanto tiempo después que no guarda relación con la filosofía llena de vacilaciones y conjeturas de la novela en cuestión. Preferiría citar el homenaje de un hombre totalmente distinto que fue, no obstante, uno de los pocos que, por una u otra razón, han sacado algo en limpio de esta desgraciada historia de mi juventud. Era un distinguido psicoanalista de los más modernos y científicos, no un cura, ni mucho menos; podríamos decir como el francés al que le preguntaron si había almorzado en el bote: "au contraire". No creía en el demonio, Dios no lo quisiera, si es que existía algún Dios para quererlo. Pero era un entusiasta y vehemente estudioso de su especialidad, y me puso los pelos de punta cuando me comentó que había encontrado muy útil aquella novela mía de juventud como remedio para sus pacientes más patológicos; sobre todo, el proceso por el que los anarquistas más diabólicos resultan ser buenos ciudadanos disfrazados. "Conozco unos cuantos hombres que casi se volvieron locos -dijo gravemente-, pero se salvaron porque habían entendido realmente El hombre que fue jueves." Es posible que fuera generosamente exagerado y por supuesto, es posible que él mismo estuviera loco, pero entonces también lo estaba yo. Confieso que me halaga pensar que, en aquella época mía de locura, pude resultar de alguna utilidad a otros lunáticos."
De la "Autobiografía" de Gilbert Keith Chesterton (ed. Acantilado), pgs. 112-115.

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