jueves, 7 de junio de 2007

28Abril


Alguien o algo –sobrenatural en todo caso- anunció aquella mañana al abuelo que se iba a morir. Y él, con mucha tranquilidad, como el que hace la maleta para un viaje de fin de semana y se despide de los suyos, se lo anunció a su vez a Catalina, la mujer peruana que desde hacía algunos años residía interna en casa de los abuelos.- Catalina, prepáreme mis cosas que me voy con mi madre.En esos momentos se acababa de ir la última visita y Catalina estaba sola con el abuelo en la habitación del hospital, donde había ingresado hacía unos días a causa de ciertos problemas en la vejiga, problemas que ya venía arrastrando de lejos. Igual que los de cabeza, quizá algo más recientes, problemas estos que poco a poco le habían hecho dejar de ser el que siempre fue y abandonarse lentamente, percatándose de que lo que más le gustaba en la vida, que era leer, ya no podía hacerlo pues se le olvidaba lo leído. Si el abuelo seguía vivo era por nosotros, por la familia, ya que si por él fuera habría abandonado hacía tiempo su peregrinar por este valle de lágrimas. Y no es que el abuelo fuera a suicidarse, porque eso nunca se le habría pasado por la cabeza. Más bien se habría dejado morir poco a poco, como esos viejos elefantes que, conscientes de su deterioro físico se retiran de la manada con el fin de no ser un estorbo, de evitar problemas a sus congéneres, y se abandonan a la soledad hasta que la muerte les alcanza.Sin embargo el abuelo no era un elefante, y mucho menos un estorbo. Su deterioro físico, consecuencia del mental, era evidente, y ya no tenía ganas de cuidarse. Había que estar constantemente pendiente de él, como de un niño. Lavarle, afeitarle, ayudarle a vestirse, en fin, tirar de él para que siguiera entre nosotros. Convencerle de que la vida sin él no sería lo mismo, animarle así a seguir viviendo, a seguir entre los que aún necesitábamos de su compañía, del cariño que ofrecía con su sola presencia, de sus sonrisas, de sus gestos, de sus palabras pocas pero de seso cargadas.Pero aquella mañana, el abuelo, consciente de que su viaje terrenal tocaba a su fin, comenzó a prepararse para ello. Cuando Catalina oyó aquellas palabras no les dio la mínima importancia. Durante su estancia en el hospital el abuelo casi no había pronunciado palabra, pero cuando lo hacía eran frases inconexas y sin aparente sentido las que salían de su boca. Su cabeza durante aquellos días parecía, salvo momentos de lucidez, estar más fuera de lugar que nunca. Cuando avisó a Catalina de que se iba con su madre, ésta pensó lo que probablemente habríamos pensado cualquiera de nosotros: que era un desvarío más.Por la tarde estuve un rato con él. Después de clase me fui al hospital, me senté junto a su cama y allí pasé casi dos horas. La mayor parte del tiempo lo pasó durmiendo, y cuando despertaba miraba a su alrededor explorándolo todo, movía las manos como si tratara de alcanzar algo y fijaba su mirada en un punto del techo contemplando algo que para mí era invisible. Si yo le hablaba me miraba, a veces como extrañado, otras con la mirada perdida, otras incluso sonreía. Pero ni una palabra salía de su boca.A eso de las ocho y media me fui a casa. Estaba cansado y al día siguiente tenía que madrugar. Había quedado con los compañeros del Master para buscar bibliografía para un trabajo. Por la tarde me pasaría de nuevo por el hospital. Esos eran mis planes, que nunca llegué a cumplir.Cuando llegué a casa, algo después de las nueve, estuve repasando unos apuntes antes de cenar. Y después de la cena me senté a ver un rato la televisión. Hacia las once sonó el teléfono. Lo cogió mamá. Su rostro reflejó claramente lo que pasaba. No hicieron falta las palabras. El abuelo acababa de marchar en busca de su madre. Las únicas palabras que el abuelo había pronunciado a lo largo del día resultaron no ser un desvarío más, como había pensado Catalina, sino que estaban cargadas de sentido. Aquella noche el abuelo se fue con su madre, y a continuar alguna discusión con el tío Alejandrito, aparcada años atrás. Y a tomarse unos chatos con Miguelato, aquel amigo con el que, siendo yo pequeño, tanto que casi ni lo recuerdo, me llevaba de tascas los sábados antes de comer.Aquella mañana de 28 de abril el abuelo no había perdido definitivamente la cabeza, como pudimos llegar a pensar. Simplemente recuperó por completo la cordura, y empleó el resto del día en prepararse para un largo viaje sin retorno –pero con final feliz- que esa misma noche iniciaría. CODAEl abuelo fue un gran hombre, de esos que cuando se van dejan huella. No había más que ver cómo estaba la iglesia el día de su funeral. No cabía un alfiler. Don Diego, como le llamaban en Unión, su empresa de toda la vida, casi hasta que murió pues no dejó de ir hasta muchos años después de jubilarse, fue y sigue siendo para mí todo un ejemplo de vida, un ejemplo a seguir, un ejemplo difícil de imitar. No dudo lo más mínimo, querido abuelo, que en el mismo momento de tu muerte San Pedro te abrió la puerta y te dijo:- Hombre, Don Diego, pa’drento.1

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